Francisco López Bárcenas
Pueblos indígenas, patrimonio común y extractivismo
Actualizado: 28 abr 2020
Por un proyecto de aprovechamiento racional de los recursos
En las últimas décadas, las políticas para el desarrollo económico del país, impulsadas desde los gobiernos, se han centrado en la generación de condiciones para la privatización del patrimonio biocultural del país, a fin de que el capital pueda apropiárselo. Se trata de un despojo a la nación, porque sus recursos naturales se ponen a disposición de quien pueda pagar por ellos, quitándoles el carácter de bienes comunes que tuvieron en otros tiempos. Para hacerlo, se ignora que el carácter de bienes comunes se sustenta en que son necesarios para la existencia de la vida, y su control por unos cuantos pone en peligro su existencia, razón por la cual se consideró necesario que el Estado controlara aquellos considerados estratégicos para el desarrollo del país y el reparto equitativo de la riqueza entre sus habitantes para asegurarles una vida digna.
Eso fue en otros tiempos. Ahora lo que predomina es el despojo a la nación, a los campesinos que fueron dotados de tierras durante la reforma agraria y a los pueblos indígenas, habitantes originarios de nuestro país. Baste decir que, producto de la reforma agraria, a los campesinos se les entregaron 101,428,726 hectáreas, equivalentes al 51.7% del territorio nacional del cual, tan sólo a las empresas mineras, se les han concesionado 56,007,756 hectáreas (28.5%), que han quedado bajo su control. Otro tanto puede decirse de los pueblos indígenas, quienes ocupan alrededor de 28 millones de hectáreas del territorio nacional, de las cuales 1,940,892 (17%) se encuentran controladas por las empresas mineras que han obtenido una concesión sobre esos territorios.
Las cifras se disparan si se incluyen los territorios donde se ha autorizado la declaración de Áreas Naturales Protegidas y el Pago por Servicios Ambientales (que limitan el uso de los recursos naturales a los propietarios de la tierra), la extracción de hidrocarburos, la construcción de represas, acueductos, gasoductos y complejos industriales, como los proyectos del “Tren Maya” y el “Corredor Interoceánico del Istmo de Tehuantepec” del actual gobierno. El grave panorama se mira por entero si se le suma la autorización para el aprovechamiento del agua, los recursos genéticos, los bienes culturales y los conocimientos campesinos e indígenas asociados a ellos. Lo peor es que este despojo en nada beneficia a la nación, porque los recursos económicos que ingresan a las arcas nacionales son insignificantes.
Sin embargo, para que todo esto fuera posible, se reformó el marco jurídico de protección a los recursos naturales para que, quienes tuvieran derechos sobre ellos, pudieran venderlos, rentarlos, celebrar contratos de aparcería o darlos en garantía, es decir, los volvieron “mercancías”.

De igual manera, se flexibilizaron las normas que facultaban a los funcionarios a administrar y, en algunos casos, disponer de los recursos naturales. La “utilidad pública”, que es requisito para que proceda una expropiación, se incorporó a todo lo que se necesite expropiar –hasta la construcción de jardines es de utilidad pública–. Se crearon servidumbres agrarias y se facultó a la Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano (Sedatu) y a los tribunales agrarios a entregar las tierras si los propietarios se negaran a hacerlo.
En esa misma dirección, se modificó la Ley de inversión extranjera para que las empresas extranjeras se instalaran en nuestro país como si fueran mexicanas, desligándose legalmente de sus matrices, pero manteniendo relaciones para transferir sus ganancias entre ellas y simular pérdidas, o eludir responsabilidades fiscales afirmando que ya pagaron en otro Estado.
Las leyes ambientales responsabilizan por contaminación a los dueños de las tierras, no a los arrendadores; en el caso de la minería, las concesiones son por cincuenta años prorrogables, sin que haya razón para ello, porque ningún proyecto requiere tanto tiempo para su ejecución, y se pueden vender, rentar, dividir, sumar a otras, incorporar al capital de la empresa, ofrecerlas como garantía para adquirir financiamiento, como si el mineral concesionado fuera de su propiedad; los contratos sobre las tierras son por treinta años prorrogables, mientras que en el derecho privado son por diez improrrogables.
Las actividades extractivas afectan a todo el país, pero mucho más a los pueblos indígenas, porque los recursos naturales codiciados por el capital privado y extranjero se encuentran en el mismo territorio que estos pueblos habitan y en los que existe una relación de reciprocidad: Los pueblos cuidan de los recursos naturales y éstos generan condiciones para seguir existiendo, pero también porque los pueblos mantienen con su entorno relaciones de sacralidad. La tierra no es sólo la tierra: es la Madre Tierra; no pertenece a los pueblos, sino que ellos pertenecen a ella, los dota de lo necesario para que vivan, y por eso los pueblos cuidan a la tierra como a una madre. No la usan sólo para beneficiarse ellos, procuran devolverle el servicio que la tierra les proporciona.

Muchos recursos naturales, o los lugares donde se encuentran, son considerados sagrados y, cíclicamente, se les rinde culto. Para honrarlos, los pueblos mantienen un complejo sistema ceremonial y especialistas en la comunicación entre ellos y los seres sobrenaturales. Los hay para ceremonias de petición de lluvias buenas o para alejar las malas, para invocar la presencia o el alejamiento de los vientos, para comunicarse con los seres sobrenaturales que cuidan del monte y castigan a quienes lo maltratan o premian a quienes también lo protegen. Estas prácticas, a su vez, generan una serie de saberes que, si no se despreciaran, como se hace, para adoptar otros ajenos a las realidades donde se quieren aplicar, aportarían elementos muy importantes para resolver problemas nacionales y mundiales. El cambio climático, la contaminación, o las crisis alimentarias y las epidemias serían menos difíciles de manejar si se tomaran en cuenta los saberes indígenas.
Esta realidad explica por qué, en la lucha contra los extractivistas, los pueblos indígenas no sólo ponen su palabra y sus actos, sino también su vida. No están contra los proyectos extractivistas porque no quieran el “progreso”, como luego se dice; se oponen a ellos porque destruyen sus formas de vida. Por eso muchos los llaman “proyectos de muerte”. Pero, también en la resistencia, los pueblos tienen muchas cosas que enseñar, y las enseñan haciendo. Contra lo que se cree no es la violencia su forma preferida de oponerse, sino la negociación. No es cosa de ahora, así ha sido históricamente. Cuando hay un problema dialogan, buscan llegar a acuerdos, determinaciones que resuelvan los problemas de fondo, y sólo cuando no lo logran utilizan otros medios.
Uno de ellos son los emplazamientos a los tribunales para que restablezcan el Estado de derecho y los restituyan en el goce de sus derechos violados; lo hacen con criterios y estrategias tan novedosas que casi siempre les dan la razón. El problema es la ejecución de las sentencias, donde vuelve a verse involucrado el Poder Ejecutivo.
Asombra que muchos de los litigios contra los pueblos indígenas, los sostiene el Poder Ejecutivo para defender actos que violan derechos indígenas y que los tribunales han declarado ilegales. Sólo cuando los indígenas ven cerrados todos los canales institucionales es que recurren a la autodefensa, que también es un derecho, aunque no se encuentre contemplado en la legislación. Entonces el gobierno y los dueños del capital los acusan de violentos y usan la represión para contener su lucha.
El año pasado, la Comisión Nacional para el Diálogo con los Pueblos Indígenas de México (CDPIM), adscrita a la Secretaría de Gobernación, reportó que en el sexenio pasado se registraron 312 conflictos que involucraron pueblos y comunidades indígenas, donde los detonantes fueron los proyectos de explotación minera, la propiedad y posesión de la tierra, los proyectos de infraestructura (carreteras, gasoductos, explotación de hidrocarburos), proyectos hidráulicos (construcción de presas y acueductos para el trasvase de agua de una cuenca a otra) y de seguridad y justicia (organización de policías comunitarias). Otro informe –“no exhaustivo”–, elaborado por el Congreso Nacional Indígena (CNI), afirma que, desde su fundación (en febrero de 1996) a la fecha, las organizaciones que aglutina, han sufrido 117 asesinatos y 11 desapariciones contra sus integrantes.
Frente a este panorama, es necesario recordar que el extractivismo afecta directamente a los pueblos indígenas, pero en realidad el perjuicio que provoca es a toda la nación y al mundo entero. Y que, frente a la catástrofe que esto representa para la humanidad, no podemos quedarnos contemplando cómo se masacra a quienes se oponen a ellos ni limitarnos a brindarles algún apoyo, sino a generar estrategias nacionales de defensa. Y estas pasan por acabar de una vez por todas con el extractivismo como forma de desarrollo económico, sustituyéndolo por un proyecto de aprovechamiento racional de los recursos.
Mientras esto no suceda seguiremos padeciendo el saqueo del patrimonio biocultural del país sin que algún beneficio nos deje, ni al país ni a los pueblos indígenas. Y la oposición a ellos seguirá ensangrentando a la nación con sangre hermana
Disponible en: http://revistas.ibero.mx/ibero/uploads/volumenes/52/pdf/IBERO-66-emergencia-climatica-salvar-la-casa-comun-21-de-enero-de-2020.pdf