Francisco López Bárcenas
Pueblos indígenas, disidentes involuntarios
Si la disidencia se entiende como la separación de una comunidad de la que se es miembro, lo primero que hay que decir es que los pueblos indígenas de México, y quienes formamos parte de ellos, somos disidentes involuntarios. No reconocemos la legitimidad del estado mexicano porque él no nos reconoce a nosotros. Este tipo de disidencia ha sido una constante desde que los españoles llegaron a conquistar estas tierras que hoy llamamos México, sin tener derecho alguno.
Desde entonces el desencuentro entre los pueblos indígenas y el estado mexicano ha no ha cesado, aunque no siempre se exprese contra actos o instituciones específicas, sino como un desacuerdo o una distancia tomada por los pueblos frente a la autoridad estatal y sus políticas; ni continuamente se represente como un conflicto directo, sino como un alejamiento que busca de otras vías o espacios de legitimidad.
Históricamente, pueden identificarse al menos cuatro tipos de disidencias, que corresponden más o menos a los periodos de conquista europea, independencia y formación del estado mexicano, periodo posrevolucionario y neoliberalismo.
1. Primera etapa: La invención del indígena y su conquista
El primer periodo comienza con la invención del indio por los conquistadores. Antes que los españoles llegaran, en estas tierras no había indígenas sino grandes sociedades con culturas diferentes y un alto grado de desarrollo que la invasión europea truncó.
El indio o indígena es un concepto inventado por los invasores con propósitos muy claros: diferenciarse de los habitantes originarios y subordinarlos a sus intereses, al mismo tiempo que subsumían en una sola categoría a todas las culturas que florecían en el continente, ignorando las diferencias existentes entre ellas y los diversos grados de desarrollo de cada una.
Guillermo Bonfil Batalla, un antropólogo mexicano, lo dijo sin ningún ambaje: “La categoría de indio es una categoría supraétnica que no denota ningún contenido específico de los grupos que abarca, sino una particular relación entre ellos y otros sectores del sistema social global del que los indios forman parte. La categoría de indio denota la condición de colonizado y hace referencia necesaria a la relación colonial”.[1]
Ésta fue la tónica que durante trescientos años marcó la relación entre los colonizadores españoles y las culturas originarias de lo que hoy es México.
2. Segunda etapa: La negación del indio y el colonialismo interno
En el siglo XIX este sistema de dominio hizo crisis, hubo rebeliones por muchas partes y las colonias lucharon por su independencia. Los pueblos indígenas participaron activamente en las guerras por lograrlo, pensando que de esa manera recobrarían sus derechos.
Pero se equivocaron. Como en la vieja Europa, los Estados que surgieron de los escombros de las antiguas colonias, se fundaron bajo la idea de un poder soberano –único- una sociedad homogénea, compuesta de individuos sometidos a un solo régimen jurídico y por lo mismo con iguales derechos para todos.
En ella no cabían los pueblos indígenas porque el ideal que dio sustento a este modelo de Estado era que surgían de una unión de ciudadanos libres, que además se ligaban voluntariamente a un convenio político, en donde todos cedían parte de su libertad a favor del Estado que se formaba, a cambio de que este les garantizara a todos un mínimo de derechos fundamentales, entre ellos la vida, la igualdad, la libertad y la seguridad jurídica.
Lo asombroso de esto es la constatación que bajo la idea del respeto a los derechos individuales, los mestizos comenzaron a violar impunemente los derechos de los pueblos indígenas, que durante tres siglos las mismas potencias colonizadoras habían respetado, entre ellos la posesión colectiva de sus tierras y el mantenimiento de sus gobiernos propios.
En el primer caso, la nueva clase que se hizo del poder al terminar el régimen colonial, consideró que la posesión colectiva de las tierras por los pueblos indígenas atentaba contra el derecho de propiedad privada y promovió leyes que las fraccionaran, junto con políticas de colonización, para aplicarlas ahí donde según su parecer permanecían baldías.
Para el caso de los gobiernos indígenas esgrimió el falso argumento de que esa situación constituía un fuero que atentaba contra la igualdad de los no indios; así, reclamó su derecho de intervenir en asuntos internos de los pueblos y sus comunidades. Para lograrlo se promovieron legislaciones y políticas que atentaban contra los pueblos indígenas, sus derechos y sus culturas.[2]
Lo anterior ha llevado al filósofo mexicano Luis Villoro a afirmar que el estado nacional, desde su origen, se constituyó por un poder criollo y mestizo, que impuso su concepción de Estado moderno y que en el ‘pacto social’ que le dio origen no entraron para nada los pueblos indígenas, porque nadie los consultó respecto de si querían formar parte del convenio o no.
No obstante la anomalía, los pueblos indígenas terminaron aceptando esa forma de organización política que les era ajena, porque después de rebelarse a ella fueron vencidos por las armas de sus nuevos conquistadores, o convencidos que era mejor eso que seguir luchando en una guerra que parecía interminable.[3]
Estas políticas dieron como resultado que el colonialismo que por tantos años ejercieran los españoles sobre ellos, se siguiera practicando por los criollos que se hicieron del poder cuando aquellos fueron expulsados.
Pablo González Casanova lo ha dicho claramente: “El problema del indígena es esencialmente un problema de colonialismo interno. Las comunidades indígenas son nuestras colonias internas. La comunidad indígena es una colonia en el interior de los límites nacionales. La comunidad indígena tiene las características de una sociedad colonizada”.[4]
En ese mismo sentido se pronunció Rodolfo Stavenhagen, quien desde los años setenta sostuvo que las relaciones coloniales entre las sociedades indígenas y la sociedad nacional se manifestaban en la discriminación étnica, la dependencia política, la inferioridad social, la segregación residencial, la sujeción económica y la incapacidad jurídica.
Tercera etapa: La mimetización del indio
Entrando el siglo XX, el estado surgido de la revolución mexicana buscó superar los problemas del colonialismo interno, pero sin reconocer a los pueblos indígenas y sus derechos. Así surgieron las primeras instituciones estatales que diseñaron políticas específicas dirigidas hacia pueblos indígenas, dando origen al indigenismo.
Gonzalo Aguirre Beltrán, un antropólogo mexicano impulsor de ellas, lo expresó con las siguientes palabras: “El indigenismo no es una política formulada por indios para solución de sus propios problemas sino la de los no-indios respecto a los grupos étnicos heterogéneos que reciben la general designación de indígenas”.[5]
El indigenismo asumió muchos rostros pero, atendiendo a la forma como se instrumentó, pueden agruparse en dos etapas: la etapa de la integración y la de participación. En el primer caso se trató de un indigenismo incorporativo y comenzó después del Congreso de Pátzcuaro, Michoacán, realizado en el año de 1940, cuyo lema central fue la asimilación de las comunidades indígenas a la cultura nacional, objetivo que se pretendió lograr por vía de la castellanización.
Décadas después, convencidos de la limitación de mantener una política de corte culturalista y de que fueran únicamente funcionarios mestizos quienes diseñaran las políticas indigenistas, los órganos estatales evolucionaron hacia lo que se conoció como indigenismo de participación.
El rasgo distintivo de esta etapa del indigenismo es que buscaba que las comunidades indígenas participaran en el diseño de los programas gubernamentales enfocadas hacia ellas, al mismo tiempo que extendían su alcance a programas de desarrollo, lo cual fue bautizado por los académicos como etnodesarrollo.[6]
Con sus matices, el indigenismo nunca dejó de ser una política de estado diseñada por mestizos para los indígenas, con la finalidad de que estos dejaran de ser indígenas y se incorporaran a la vida nacional.
Por lo anterior, no le falta razón al antropólogo Héctor Díaz Polanco, quien afirma que en América latina el indigenismo ha atravesado por varias fases y en todas ellas se ha utilizado el control ideológico y la dominación política de los pueblos como instrumento para mantenerlos bajo el dominio del Estado.
Con estas acciones los gobiernos han buscado manipular a los movimientos indígenas y mantenerlos separados de otras luchas sociales, a menudo con la colaboración de intelectuales de izquierda. De acuerdo con él, la fase predominante ha sido la del integracionismo un poco bronco (dispuesto a integrar, en el sentido indicado, a los pueblos indígenas a cualquier costo), que tiene poco o ningún respeto por la diversidad.[7]
Cuarta etapa: El multiculturalismo y el despojo del indio
Pero los pueblos indígenas no estaban ni están pasivos. Disentían y resistían, como disienten y resisten en la actualidad. Estas formas de disidencia las expresan de múltiples maneras: movilizaciones contra las políticas estatales, denuncias de su situación en foros internacionales, tejido de redes de colaboración entre ellos y con otros sectores sociales, construyendo los caminos que después caminarían para su emancipación. Algo lograron de esas luchas.
Unos gobiernos disfrazaron sus políticas para mostrarlas con otros rostros, aunque en el fondo seguían siendo las mismas; algunos derechos se introdujeron en la legislación, considerándolos como minorías a las que había que apoyar para que se incorporaran a la cultura nacional.
Quizás el logro más importante sea que los pueblos indígenas aprendieron que para cambiar de fondo la situación en que vivían era necesario dar una lucha política de gran envergadura. Pasar de las luchas de resistencia a las luchas por su emancipación. Y se prepararon para eso.
El caso extremo fue la rebelión zapatista de 1994 que, no hay que olvidarlo, aun no alcanza la paz porque el gobierno se ha negado sistemáticamente a cumplir con los Acuerdos sobre Derechos y Cultura Indígena, firmados el 16 de febrero de 1996.
La firma de tales acuerdos representaba un pacto entre una sociedad dominante, mestiza, y varias sociedades indígenas para recomponer el estado, para que los pueblos indígenas dejaran de ser los disidentes involuntarios. Pero los poderosos no lo entendieron así, o lo entendieron muy bien y no estaban dispuestos a permitirlo.
Con el arribo de la derecha al poder federal el discurso del indigenismo se vistió de azúl, cambió su nombre por el del multiculturalismo y a la forma de ejecutarse las llamó políticas transversales. Fueron pocos los que se confundieron y creyeron que en verdad cambiaban. La mayoría se dio cuenta que era la nueva forma de integración y siguieron de disidentes.
No les faltaba razón. Paralelo a la negación de los derechos de los pueblos indígenas el estado implementó una serie de reformas para menoscabar los derechos sociales y abrir las puertas al capital. Para los pueblos indígenas estas reformas se han expresado como las nuevas rutas del despojo, sobretodo de sus recursos naturales.
Aguas, bosques, minas, recursos genéticos, saberes ancestrales y conocimientos de uso colectivo están perdiendo el carácter de bienes comunes que por siglos han mantenido, para beneficio de la humanidad, convirtiéndose en propiedad privada de empresas trasnacionales y por lo mismo en mercancía, lo que representa un nuevo colonialismo, mas rapaz que sufrido por los pueblos indígenas durante la época de la colonia.
Los pueblos lo saben por eso lo resisten y luchan por emanciparse. Disienten. Y para hacerlo crean autonomías de facto, con lo cual desatan procesos donde se ensayan nuevas formas de entender el derecho, imaginan otras maneras de ejercer el poder y construyen otros tipos de ciudadanías.
De acuerdo con estas ideas el derecho se mide más que por la eficacia de la norma que lo regula, por la legitimidad de quien lo reclama; el poder tiene sentido en la medida en que quien lo detenta lo reparta entre todo el grupo hasta el grado de que a él no le cree privilegios, que es en lo que se traduce el famoso “mandar obedeciendo” indígena.
En ese mismo sentido, la ciudadanía, característica que da sustento al ejercicio de los derechos políticos, no se mide por alcanzar determinada edad sino porque se está en actitud de asumir compromisos sociales y se cumple con la comunidad, cualidad muy propia de las comunidades indígenas en México.
¿A dónde nos van a conducir los procesos de construcción de las autonomías indígenas en México? Es una pregunta a la todavía no se le puede dar respuesta. Los actores de este drama trazan su horizonte utópico pero que lo logren no depende únicamente de ellos, sino de muy diversos factores, la mayoría de ellos fuera de su control.
De lo que si estamos seguros es que las luchas de los pueblos indígenas por su autonomía no tienen retorno y que para llegar a buen puerto necesita de las otras disidencias que como ellos, buscan su emancipación. Esa es la única forma de dejar de ser disidentes involuntarios y pasar a formar parte plena de la sociedad mexicana de la que forman parte.
[1] Guillermo Bonfil Batalla, “El concepto de indio en América: una categoría de la situación colonial”, Obras escogidas, Tomo I, Instituto Nacional Indigenista-Instituto Nacional de Antropología e Historia-Dirección General de Culturas Populares-Secretaría de la Reforma Agraria, México, 1995, pp. 343-344.
[2] Para el caso mexicano puede verse: Francisco López Bárcenas, Legislación y derechos indígenas en México, Centro de Estudios para el Desarrollo Rural Sustentable y la Soberanía Alimentaria, Cámara de Diputados, LIX Legislatura, México, 2005. Para otros casos en América Latina: Bartolomé Clavero, Derecho indígena y cultura constitucional en América, Siglo XXI, México, 1994. [3] Luis Villoro, Estado plural, pluralidad de culturas, Piados-UNAM, México, 1998, p. 80.
[4] Pablo González Casanova, La democracia en México, Era, México, 1965, pp. 82-86. [5] Gonzalo Aguirre Beltrán, Obra polémica, SEP-INAH, México, 1976, pp. 24-25. [6] Juan Luis Sariego Rodríguez, ‘Políticas indigenistas y criterios de identificación de la población indígena en México’, en: Las dinámicas de la población indígena, CIESAS-IRD, México, 2003, pp. 71-83.
[7] Héctor Díaz Polanco, Indigenismo y diversidad cultural, Universidad de la Ciudad de México, Posgrado en Humanidades y Ciencias Sociales, México, 2003, p.39.